El invierno aún enseñorea nuestras ciudades, páramos y costas, pero ni siquiera sus fríos aires no logran apagar el magma telúrico de la indignación.Una grave irritación, difusa y creciente, amenaza con fundir la estructura trémula que soporta nuestro sistema político, social y económico.
Hijos de la Constitución del 78, vivimos en un momento de insostenible desasosiego e incertidumbre coronada. En lo económico, un día pensamos que estamos tocando el fondo de esta maldita crisis y que a final de año comenzaremos lentamente a remontar, mientras que al siguiente nos atemorizamos de nuevo intuyendo los negros nubarrones que van tomando forma sobre Francia o EEUU. Pero mientras algunos todavía podemos permitirnos estas cavilaciones macro, la micro de nuestro entorno continúa desplomándose sin piedad. Cada día cierran empresas, se despide personal, se amplían la masa de parados, quiebran autónomos, de desahucian esperanzas.
Casi seis años de crisis han dejado el país arrasado y a una sociedad sufriente, empobrecida y perpleja que todavía no comprende ni entiende que les pudo ocurrir. Y en estas estábamos cuando la hidra monstruosa de la corrupción nos aturdió primero y nos golpeó después para finalmente herirnos profunda y esencialmente. La sociedad española se encuentra sin referencias ni seguridad. Partidos, instituciones, fundaciones, empresarios, sindicatos, aparecen ahora bajo sospecha y descrédito. Fundadas o infundadas, ciertas o falsas, las continuas denuncias y evidencias de corruptelas, desfalcos, cuentas secretas y evasiones suizas componen un coro estridente que chirría hasta ensordecer las escasas voces de cordura y la mínima confianza y seguridad.
El sabio, ante esta realidad, mira a través de su ventana a los árboles desnudos y se formula la pregunta que tarde o temprano miles o cientos de miles de compatriotas se terminarán haciendo. Si nuestro sistema, hijo del 78, no nos provee ni de renta ni empleo, ni de honestidad ni transparencia, ni de ejemplo ni estímulo… ¿para qué nos sirve?
La flor de la inocencia ya se marchitó. Son crecientes las voces que no participan ya de la dulce condescendencia con la que hemos tratado a nuestro sistema político/social/económico. Pudo valer para la España de los setenta, pero no nos sirve para afrontar los enormes retos del XXI. La transición heredó hábitos y costumbres del franquismo y la sombra del estado Corporativo se extendió. Las leyes favorecieron la consagración de unos pocos partidos-ministerios, sin control ni contrapeso, de los que dependían el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Montesquieu ha muerto, que clamó el vicepresidente de González. En el sistema que nacía no se distinguía donde finalizaba la institución y comenzaba el partido y viceversa. Organizaciones empresariales y sindicales se entroncaban en esa misma masa informe, al tiempo que las grandes empresas privatizadas no se llegaron a separar del todo del poder. Por eso, no sólo tenemos un problema económico, también lo es político. Al Estado corporativo se le superpuso el desarrollo de nuestro modelo autonómico, que repitió a escala regional idéntico sistema nacional, dando lugar a redundancias, capacidades ociosas y situaciones kafkianas y absurdas que consumían presupuestos gigantescos y penalizaban un mercado interior ya de por sí reducido.
La Constitución del 78 ha sido un hermoso sueño que nos ha regalado casi cuarenta años de paz y razonable concordia democrática. Basta con repasar nuestra historia de los dos últimos siglos para comprender lo privilegiados que hemos sido bajo su imperio. Pero el sistema que se pergeñó para salir de la dictadura y acercarnos a Europa presenta síntomas acelerados de envejecimiento. Precisamos una mejor democracia, dinamitar la asfixiante partitocracia que nos somete, equilibrar poderes, mayor transparencia, nueva ley electoral, racionalidad y eficiencia para nuestra administración, acuerdo territorial y un largo etcétera político, social y económico que sólo podrá parirse tras la gestación de un gran consenso. Un nuevo gran consenso constitucional que debería impulsar el Príncipe Felipe. Su padre ya hizo lo que tenía que hacer, más pronto que tarde le tocará a su sucesor encabezar la nueva España que precisamos, porque ésta se nos cae a cachitos. ¿Será esto posible a corto plazo? No. Nuestros mayores están a lo que están, defendiéndose de los mandobles que dan y reciben. Sólo cuando estemos en las mismas puertas del colapso sus señorías se verán empujadas a soñar un mundo mejor. O lo hacen o la parroquia los echará a gorrazos y tendremos que improvisar nuevos representantes para que acometan la fundamental tarea de iniciar la reconstrucción desde la escombrera hacia la que nos encaminamos.
Los vientos de la historia se aceleran. A veces, aunque casi nadie lo cree, pasan cosas. Sucesos inesperados y determinantes que modifican el rumbo de la historia. Y estamos en las puertas de que muchas cosas comiencen a pasar en esta España nuestra, amada por imperfecta, suspirada por hermosa.