Manuel Pimentel, ex- Ministro de trabajo.
Una persona responsable asume sus actos. La irresponsable e inmadura siempre culpa a los demás de sus propias acciones. Los pueblos responsables luchan por su propio destino, los insolventes lo dejan en manos de los demás.
En la España de hoy, tanto en la Corte como en las cabezas de sus abigarradas autonomías, nadie asume como propios el hercúleo esfuerzo y la terapia sanadora que precisamos. Escuchamos cada día como los gobiernos de las Comunidades Autónomas responsabilizan a Madrid de los recortes impopulares con los que desfiguran sus presupuestos. “Nosotros no lo haríamos, pero nos lo impone Madrid”.
Excusa propia de débiles e inconscientes demagogos, porque en verdad es su caja vacía y unos gastos muy superiores a sus ingresos los que los han forzado a aplicar la motosierra a la hojarasca desmadrada de unos presupuestos imposibles. Y de Madrid nos llega idéntica cantinela. “No nos gusta recortar, pero tenemos que hacerlo porque nos lo impone Bruselas y por la nefasta herencia del gobierno anterior”.
De nuevo los otros. Aquí nadie dice que hace las cosas porque tiene que hacerlas, le duela a quién le duela, sino que se justifica en un imperativo exterior. Madrid, Bruselas… ¡qué bueno es tener un enemigo exterior sobre el que proyectar nuestras propias incapacidades!
Esta táctica exculpatoria no sólo es burda e insultante para la inteligencia media, sino que además idiotiza a la sociedad, a la que también toma como irresponsable. Todavía, nadie, nos ha dicho la verdad. Que estamos quebrados, arruinados, endeudados, por nuestras propias decisiones.
Pudimos haberlo hecho de otra forma, y no lo hicimos. Es cierto que los bancos europeos fueron pródigos, pero fuimos nosotros quién les pedimos sin medida.
Y nosotros los que creamos administraciones elefancíacas que parecían paridas por el sueño demente de un gigante borracho, y nosotros los que levantábamos edificios en medio de páramos solitarios, y nosotros los que aherrojábamos las normas laborales más rígidas del mundo, y nosotros los que perdíamos competitividad año tras año, y nosotros los que hablábamos de derechos conquistados y jamás de los deberes necesarios para mantenerlos.
Nuestro ayer es el responsable de nuestra ruina de hoy, como nuestro hoy será el responsable de nuestro mañana. Un viejo adagio oriental nos dice que si quieres saber lo que hiciste en el pasado, miras lo que eres hoy; si quieres saber los que serás en el futuro, miras lo que haces hoy.
Nuestros actos son los máximos responsables de nuestro futuro. Eso es lo que un gobierno responsable le diría a un pueblo responsable. A lo peor no tenemos ni lo uno ni lo otro, y de ahí esa llantina débil de culpar a los demás de nuestra propia miseria. Así, no saldremos, por mucho rescate que nos den. Rescate, por cierto, que nadie nos impone, sino que precisamos imperiosamente para no incurrir en suspensión de pagos.
El rescate no es ninguna panacea, es sencillamente la respiración asistida que precisa el ahogado antes de expirar. El rescate nos permitirá reducir los tipos a los que se financia el Estado y ganar tiempo. Ahora bien… ¿tiempo para qué?
El iluso nos respondería que para que las reformas acometidas den el fruto esperado y el optimista que para que el cambio de ciclo económico infle las velas inermes de nuestro navío. Tiempo para nada, respondería el observador informado, ya que nada hemos hecho para que las cosas cambien de verdad.
Ningún camino es bueno si no se sabe adónde se quiere llegar. ¿Sabemos dónde queremos llegar y cuál es nuestro camino? No. Si seguimos así por igual llegaremos al colapso, sólo que tras varios meses de dilación y sufrimiento estéril.
Quizás debiéramos responder, ante el trascendente espejo de nuestra propia historia futura, a las tres preguntas fundamentales.
- ¿Queremos seguir funcionando como un único país, como un Estado-Nación homologable al resto de los europeos?
- ¿Queremos vivir en una economía abierta y productiva capaz de generar riqueza en competencia con las economías más avanzadas del mundo?
- ¿Queremos participar de una democracia que encauce eficazmente las inquietudes de los ciudadanos y que nos dote de unas instituciones fuertes que garanticen nuestras libertades?
Pues es bueno que nos mentalicemos de que con nuestro actual marco institucional nos resultará del todo imposible lograr esos fines. Si de verdad queremos alcanzarlos serán precisas reformas profundas en nuestra realidad legal y mental, comenzando por la propia constitución.
Pero claro, para ello hay que tener las ideas claras, una voluntad de hierro, y una capacidad de consenso político y social que sume a la mayoría al proyecto reformador. ¿Existe esa triple energía? Pues no. Desgraciadamente carecemos en estos momentos de la suficiente energía vital ni la clarividencia necesaria para abordar los grandes retos que tenemos por delante.
Preferimos dejarle la tarea a los que vengan a rescatarnos y entonamos el réquiem cobarde y pusilánime de los pueblos y de los gobernantes débiles: ¡Ya que no somos capaces de reformarnos, que nos reformen!
Y así, por mucho rescate que nos regalen o que nos cobren con intereses de usura, no habrá manera de salir. Corremos el riesgo de convertirnos – si es que no lo somos ya – en una sociedad zombi. No queremos gobernantes que nos digan que hacen las cosas porque se lo imponen desde fuera, sino que hagan aquello que deban hacer para labrarnos un futuro, por mucho sacrificio o esfuerzo que hoy nos suponga.