Toda interferencia gubernamental en la economía consiste en conceder un beneficio no ganado, extraído por la fuerza, a algunos hombres a expensas de otros.
Esta frase lapidaria de Ayn Rand (1905-1982), escritora norteamericana de origen ruso que vivió la revolución de octubre, no la comparten muchas de las casi 150.000 alegaciones recibidas en 2014 por la Comisión Europea, en la consulta pública relativa a mecanismos de resolución de disputas entre inversores y estados en el proyecto de acuerdo transatlántico de comercio e inversión.
Precisamente, la protección del derecho a regular por los Estados concitó la mayor preocupación, en la medida que da respuesta a necesidades sociales en materias como salud pública, seguridad o medioambiente.
El impacto regulatorio en las legítimas expectativas del inversor, no tiene sólo dimensión internacional.
Así, recientemente, Gas Natural Fenosa ha reclamado 400 millones al Estado por la infrautilización de sus centrales de ciclo combinado. Ha basado la demanda de responsabilidad patrimonial (art. 106.2 Constitución) en distorsiones en el mercado provocadas por el apoyo público a las energías renovables en el período 2009-2014.
En paralelo, se ha interesado por adquirir T-Solar, que fue protagonista del laudo arbitral que decidió que España no vulneró el estándar de trato justo y equitativo al inversor del Tratado de la Carta de la Energía, por los cambios regulatorios de 2010 que disminuyeron el apoyo a las renovables.
Los reclamantes eran unas sociedades que habían invertido en aquella compañía y vieron disminuir, como consecuencia de esos cambios, sus expectativas de beneficios.
[blockquote style=»1″]Se puede entender que una empresa aduzca con un punto de verosimilitud que sus (malos) resultados económicos se deben a decisiones del poder público y no a la calidad de sus servicios, a su estructura de costes o su acierto en marketing[/blockquote]
Que el Estado sea demandado, a la vez, por apoyar demasiado y por no apoyar suficientemente a las renovables, hace bueno aquel dicho que cada cual cuenta la feria según le va en ella.
Son tres, al menos, los niveles de análisis que permite la invocación de la responsabilidad extracontractual del Estado para reclamar por beneficios no percibidos.
El primero, subraya la trascendencia de la regulación en la actividad económica. También revaloriza a los asesores jurídicos que pasan de ser un mero centro de imputación de costes a devenir una posible fuente de ingresos.
El segundo, muestra que se debe potenciar, tanto en el ámbito privado como en el público, el rol de prevención de riesgos que compete al abogado.
En el privado, anticipando los posibles efectos perjudiciales de modificaciones normativas. En el público, asesorando a quien regula sobre los límites legítimos de esa competencia.
Por último, la eventual procedencia de indemnizaciones por este concepto, enfatiza el interés que tenemos como ciudadanos de que nuestros administradores elaboren una muy buena regulación. Se trata de no devenir, de facto, aseguradores de último recurso de las expectativas de beneficios previstos en planes de negocios privados.
La regulación, no obstante, no opera en abstracto sino que está en función de los objetivos que persigue y con los que ha de ser coherente.
Cuando no lo es, siempre hay algo que falla. La liberalización del sector eléctrico, objetivo impulsado por la Directiva de 1996 (96/92) sobre normas comunes para el mercado interior de electricidad, es un proceso lejos de concluir en España.
Casi veinte años después de su transposición a nuestras leyes, a la hora de fijar el precio mayorista se retribuye lo mismo la energía producida por las nucleares y la gran hidráulica, cuyas inversiones se amortizaron hace años, que por tecnologías menos maduras con costes de funcionamiento superiores.
Igualmente, es la intervención pública, no los mercados, la que determina los costes de acceso a las redes de transporte y distribución, actividades no liberalizadas.
Por otra parte, la regulación relativa al auto-consumo no es tecnológicamente neutral sino que obstaculiza la implementación de nuevas tecnologías en producción y acumulación, que constituyen la base de la generación distribuida anunciada como el eje de la gran transformación energética de los próximos años.
En este contexto de liberalización a medias, se puede entender que una empresa aduzca con un punto de verosimilitud que sus (malos) resultados económicos se deben a decisiones del poder público y no a la calidad de sus servicios, a su estructura de costes o su acierto en marketing.
Debiera ser el mercado allí donde puede operar en términos de competencia efectiva y no el regulador, quien debe garantizar dicha competencia, quien premie o penalice las cuentas de resultados de las empresas de generación eléctrica.
No se trata de dar marcha atrás de la liberalización, sino de regular lo justo y no quedarse con los inconvenientes de lo privado – incentivos no siempre alineados con el interés público- y sin sus ventajas –asume los riesgos quien invierte-.